Hervé Niquet prefiere ser conocido por la pasión que siente por la música francesa en general (con especial interés por la lírica y vocal) que por ser un especialista en música barroca; en este sentido se siente tan a gusto dirigiendo una orquesta sinfónica como su propio ensemble de instrumentos de época, Le Concert Spirituel. A algunos les sorprenderá saber que Niquet ha estado trabajando estrechamente con la Filarmónica de Bruselas preparando una grabación de Debussy, que de hecho será el primer lanzamiento de la nueva aventura emprendida por Glossa dirigida a la exhumación del repertorio del concurso Prix de Rome, que desde su creación ha ido jalonándose con música de los más importantes compositores que ha dado Francia entre 1803 y 1968. La labor de Niquet será respaldada por el nuevo Centre de Musique Romantique Française, que intentará defender el repertorio posterior a 1790 tan activamente como lo ha hecho el CMBV (Centre de Musique Baroque de Versailles) con el repertorio precedente. Más sorpresas nos depara Niquet con su grabación de la semi-ópera de Henry Purcell King Arthur (primer DVD editado por Glossa). Más cerca de la comedia musical pan-europea (la obra cuenta con unas hilarantes interjecciones cómicas de los Benizio al estilo Monty Python) que de una engolada reconstrucción historicista, esta producción de la Ópera de Montpellier se mantiene fiel a la música de Purcell al tiempo que nos propone un espectáculo gamberro de la mano de los cómicos Corinne y Gilles Benizio, responsables de la dirección escénica (en Francia los DVDs del dúo se venden a cientos de miles). No obstante, que los Benizio hayan conseguido sacarle la vena cómica a Niquet (durante la función el director aparece vestido con el típico lederhose germano o ataviado con un kilt) no ha afectado ni un ápice esa devoción del director por las músicas de su país, ya sea la de Marc-Antoine (o Gustave) Charpentier, la de Desmarest o la de Debussy. Hablamos con Niquet en París, días antes del estreno de Andromaque, tragédie lyrique de Grétry, en el Theâtre des Champs Elysées.
En su reciente montaje de King Arthur de Purcell en Montpellier, optó por hacer una versión distinta de la obra. ¿Por qué?
Hay dos elementos que cohabitan en King Arthur: la música de Henry Purcell y el drama contenido en el libreto de John Dryden. Si lo que pretendemos es ser fiel a ambos, nos vemos en la necesidad de reunir a una compañía de actores, una orquesta y unos cantantes y subirlos al escenario durante casi cinco horas. William Christie se las apañó para hacer esto mismo en el Châtelet de París hace mucho años (con producción de Graham Vick) y tuvo un gran éxito. Pero pesa mucho el hecho de tratarse de un carísimo montaje de cinco horas. Una alternativa habría sido elaborar un programa en versión de concierto; en otras palabras, preparar una suite. Y una suite, por muy buena que sea, no es una ópera. Lo que quería hacer en vez de esto era contar una nueva historia a partir de la música. Por esta razón preparé una trama enteramente nueva e invité a dos cómicos para que se encargaran de la dirección escénica; huelga decir que este King Arthur se convirtió en una increíble aventura para todos los que participamos en ella.
Los cómicos a los que se refiere son Corinne y Gilles Benizio (conocidos como Shirley & Dino). ¿De qué modo surgió la idea de contar con ellos para la puesta en escena de El Rey Arturo?
Los Benizio han hecho todo aquello que siempre he querido hacer pero que, o bien no he hecho, o no me han permitido hacer. Son un dúo cómico que me recuerda la época en que, siendo yo un jovencito, en torno a 1965, encendía la televisión –que acababa de aterrizar en los hogares de todo el mundo– y aparecían en pantalla esos payasos en blanco y negro o esos cómicos estrafalarios llamados fantaisistes. Por otro lado, Gilles y Corinne Benizio son una parte viva de la cultura francesa: tienen un humor desopilante y han trabajado en una gran variedad de ambientes, como el cabaret, el circo y los musicales franceses. No obstante, conocen muy bien el teatro y están muy versados en obras de Racine, Corneille y Molière. Como actores han trabajado con numerosos y muy importantes directores de escena, por lo que sabían muy bien lo que estaban haciendo al meterse en esta producción. Coincidió que en la época en que estaba buscando como un loco un director escénico para King Arthur fui a ver uno de sus espectáculos, Les Caméléons. Mi hijo, que vino conmigo a ver el show, se dio la vuelta y me dijo: “Papá, deberías hablar con los Benizio para que se hicieran cargo de tu montaje”. Ya se sabe lo orgullosos que somos los padres delante de los hijos… Así que le respondí: “Bueno, me acercaré a preguntarles si quieren hacerlo…” En la puerta trasera del teatro estaba Gilles a punto de arrancar su moto cuando le detuve y le dije: “Mira, soy director de orquesta. Acabo de ver vuestro espectáculo. ¿Qué os parecería montar una ópera?” Su respuesta fue positiva, por suerte para mí. Y así empezó la cosa. La música de Purcell está llena de poesía. Y hay muchos elementos divertidos. Gilles y Corinne son divertidos, y también son buenos directores de escena; eluden la vulgaridad y se dejan llevar por la poesía. Así que pensé que contar con ellos serviría para extraerle todo el meollo poético a la obra y para que resultara divertida sin ser vulgar.
Y, desde luego, no le han tocado ni un pelo a la música de Purcell …
H.N.: No. Nos acercamos a la partitura con mucho respeto y no hicimos concesiones sobre el nivel de nuestra interpretación. Se llevó a cabo la pertinente y necesaria investigación preliminar, preparé mi propia edición de la partitura y se trabajó arduamente para contar con la orquestación apropiada. Me entristece, no obstante, pensar que la gente vea este DVD de King Arthur y que al cabo de un tiempo acudan a ver la obra con otro montaje... ¡Se sentirán desolados!
¿Cree que Purcell y Dryden habrían dado el visto bueno a su montaje?
Cada vez que paso por Londres o Nueva York no pierdo la oportunidad de ir a ver un musical porque, más que del musical en sí, disfruto enormemente de la atmósfera que se respira en el patio de butacas. Es el típico carácter anglosajón: el público de estos países tiene una actitud tan positiva que me resulta difícil pensar que Dryden y Purcell se mostrasen inflexibles en cuanto a las diferentes formas de ver la obra. Además diría que la mayor parte del público de hoy en día no preconcibe la puesta en escena (o la grabación) de obras de música clásica como cosas sombrías y serias. Es un hecho. En una de los escenas del DVD de King Arthur, por ejemplo, esto queda demostrado cuando el público participa en la ejecución de la obra: alentados por Gilles Benizio, los espectadores se ponen a imitar toda clase de ruidos de animales. Eso demuestra que una velada de música clásica puede ser también una experiencia hilarante.
¿De qué manera lidiaron usted y sus músicos con este delirio escénico a la hora de mantener el orden y el concierto?
H.N.: El mío fue un trabajo realmente duro. Me sentí muy asustado en el transcurso de la producción porque tenía que dirigir la orquesta, a los actores, y además cantar y bailar. Incluso tuve que cambiarme de pantalones… Para todo el mundo, tanto para la gente en escena como para el foso, fue una producción muy ardua, muy difícil. Nada se dejó a la improvisación, todo estaba sometido a una férrea disciplina. Pero, con todo, resultó una experiencia muy satisfactoria, especialmente para mí, dado que aprendí mucho trabajando con los Benizio. Todas las tonterías que he hecho en esta obra son como un sueño hecho realidad y creo que la mayoría de las personas que habitualmente colaboran conmigo no pueden creerse todavía que fuera yo quien hiciera todas esas cosas. De hecho, ni yo mismo me lo creo cuando me pongo el DVD. Al verme me entra la risa. Por otro lado me impresionó lo bien que actuaron mis músicos. Era la primera vez que tenían que hacer frente a este híbrido de canto e interpretación cómica. Lo hicieron muy bien, especialmente João Fernandes en el papel de Rey Arturo. Ensayaron mucho para hacerlo, pero aún así Gilles y Corinne se quedaron sorprendidos de lo buenos que eran. Me atrevería a decir que los músicos llevamos mejor el ritmo que los actores.
El “elemento sorpresa” parece desempeñar actualmente un papel importante en el modus operandi de Le Concert Spirituel...
H.N.: Necesitamos introducir ese “elemento sorpresa”, como usted lo denomina. Actualmente estamos de gira con un programa llamado “El esplendor de las catedrales en tiempos de Luis XIV: un viaje musical de París a Estrasburgo” que incluye el Réquiem de Pierre Bouteiller, una auténtica joya musical. También ofreceremos la Misa de Henri Frémart –de quien pocos han oído hablar– para conjunto de voces masculinas. ¡Para mí esta música es una fuente absoluta de placer! He de confesar que me resulta más llamativo el hecho de que el público y los organizadores de conciertos se contenten con escuchar todo el rato el mismo repertorio que el propio hecho de descubrir obras ignoradas u olvidadas. Por ejemplo, si uno coge una hoja y se pone a escribir una lista con los nombres de los compositores franceses en activo entre 1650 y 1760, caerá en la cuenta de que necesita al menos 10 hojas más para completarla. Por otro lado es cierto que no me interesan los conciertos convencionales. A mis músicos y a mí nos gusta deleitarnos con un compositor o con una obra dada. Por supuesto que nos encanta tocar la Misa en si menor de Bach o el Réquiem de Mozart en tanto que el público las pide, pero, por lo que a mí respecta, Bouteiller me interesa más que Mozart. Con el sonido de esta música maravillosa –doce cantantes, seis cuerdas graves y órgano– podemos llenar una catedral entera. Reconozco, por otra parte, que me gusta defender los nuevos repertorios por la sensación que uno tiene de ser el primer hombre que pisa la Luna…
Aparte de su labor con Le Concert Spirituel ha mostrado siempre un gran interés por otras músicas ajenas al Barroco. ¿De dónde le viene este interés?
Mi nacimiento “artístico” tuvo lugar a los 20 años en la Ópera de París, lugar en el que trabé contacto con el repertorio lírico y en donde encontré a muchos artistas que habían conocido de cerca a Milhaud, Poulenc, Stravinski, Cocteau, Collette o Satie. Más aún, mi profesor había sido estudiante de Marguerite Long y Maurice Ravel. Así que para mí no existe una división entre la música de Lully, Satie o Poulenc: en todos los casos hablamos de un mismo espíritu, de unas mismas palabras, de una misma retórica, de un mismo propósito y de un mismo público. Hace poco inauguramos en Venecia, por fin, el nuevo Centre de Musique Romantique Française (con el patrocinio de la Fondation Bru) para la investigación de la música francesa entre 1790 y 1930. Sería como el contrapunto al CMBV (que se ocupa de la música francesa entre 1600 y 1790). Dispongo en Venecia de un equipo de investigadores que emplea los mismos métodos para el análisis de la música romántica que de los que se valen en Versalles para la barroca. Al dirigir la música de compositores como Debussy, Saint-Saëns, Poulenc, etc., noto que tengo los mismos reflejos –por lo que respecta a la historia de la composición, la búsqueda de manuscritos y fuentes y a la naturaleza de las fuerzas orquestales requeridas– que a la hora de tocar música barroca. Cuando me pongo delante de una orquesta sinfónica –como la Filarmónica de Bruselas en el proyecto de Debussy que ahora editará Glossa, o cuando grabé Chabrier o Gounod en el pasado– doy las explicaciones oportunas del mismo modo que lo haría con una orquesta o unos cantantes barrocos. ¡Y le puedo asegurar que me lleva un buen rato! Los músicos se sorprenden a veces de dominar mejor una partitura tras una explicación. Hay directores (algunos de los cuales ganan mucho dinero) que se limitan a subirse al podio y ponerse a mover la batuta. En este caso los músicos siguen mecánicamente las instrucciones y ahí se acaba la historia. Esto me apena, porque el sonido que puede destilarse de una partitura es totalmente distinto cuando te afanas en explicársela a los intérpretes.
El proyecto Debussy es la primera entrega de una iniciativa para exhumar obras del Prix de Rome. ¿Qué importancia tiene esta empresa?
Disponemos de un montón de cantatas procedentes del Prix de Rome –más de 300 ó 400–; todos los compositores que concurrían eran jóvenes y talentosos. El Prix de Rome fue un puente que tendieron los franceses y que sirvió para organizar y estructurar el repertorio. Pienso que es muy importante saber de dónde viene nuestra música. París ha sido una ciudad vital para la música francesa, pero la estancia en Roma aportaba a los compositores un sentido de la identidad, permitiéndoles conocer otras mentalidades artísticas totalmente diferentes. En este rico compendio de músicas encontramos obras de compositores que, a pesar de haber caído en el olvido desde entonces, poseen un gran nivel y rezuman energía y buenas ideas. Gracias a este certamen podemos entender la evolución del gusto musical entre 1830 y 1930. En el caso de Debussy, por ejemplo (cuyas cantatas inauguran nuestra serie de grabaciones con Glossa dedicadas al Prix de Rome), nos sirve para conocer mejor el desenvolvimiento de su pensamiento musical. Su Le Gladiateur de 1883 (que no llegó a obtener el premio) es una obra de enfoque muy germano, con mimbres de Wagner o Massenet, pero en cada una de sus notas se percibe la sangre de Debussy. Un año después, su premiada cantata L’enfant prodigue se nos presenta como algo totalmente diferente. En sólo un año su música se había vuelto completamente debussyana.
¿Qué otros hitos destacaría en el decurso de la música francesa?
Un ejemplo sería Andromaque, una tragédie lyrique muy importante de André-Ernest-Modeste Grétry estrenada en 1781 (que ahora mismo estamos llevando a escena y que grabaremos en breve). Su libreto parte de la obra de Jean Racine, que es uno de los dramas escénicos más famosos de las letras francesas –se ha llevado a escena con frecuencia desde el siglo XVII y se sigue estudiando hoy en día en colegios y universidades–. Grétry se hizo muy popular por sus muchas y muy divertidas opéras comiques pero Andromaque es su única tragedia. En ella sigue paso a paso todas las normas de la tragédie lyrique que venía de Lully y Rameau, si bien las aplica a la obra de Racine: en ningún momento, por ejemplo, repite una frase del texto original (como se estilaría en las óperas italianas). A Andromaque, en el género de la tragedia lírica, le seguirían en mi opinión Los troyanos de Berlioz y después Pelléas y Mélisande de Debussy.
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